Miré alrededor. Allí estaba todavía aquella habitación oscura y pobre como una ratonera, y mi ropa arrugada colgando de las perchas, y la maleta destripada en el suelo.
Abajo, junto a la percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados.
Los cañones de las escopetas que habían estado en las perchas de la cabaña yacían ahora afuera, en el montón de cenizas que nadie se atrevió a tocar jamás.
Desempaquetamos juntas mis escasas pertenencias y las colgamos en perchas de alambre dentro de aquella tentativa de armario que no era más que una especie de cajón de madera tapado por un retal a modo de cortinilla.