El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo.
Su severidad hizo de la casa un reducto de costumbres revenidas, en un pueblo convulsionado por la vulgaridad con que los forasteros despilfarraban sus fáciles fortunas.
El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.
Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella.
Llegó a creer que la opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a oír era todo lo contrario.
Era un rastro definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos, pero que los forasteros identificaban de inmediato.
Fumamos sin prisa, comentamos modelos y me expresó sus gustos en su media lengua de forastera. Señalando los figurines me preguntó cómo se decía bordado en español, cómo se decía hombrera, cómo se decía hebilla.