Imaginemos, dentro de dos semanas nos caerá encima un asteroide tamaño estadio, pese a no ser muy grande, una bola más brillante que el Sol cruzará la atmósfera a sesenta veces la velocidad del sonido, con la potencia de cuatro mil bombas de Hiroshima aplastará ciudades y morirán millones.
No es ciencia ficción, muchos asteroides asesinos sólo se ven en el último momento.
En 2019, el asteroide O-K del tamaño de un edificio de treinta plantas se descubrió justo un día antes de que pasara más cerca que algunos de nuestros satélites.
El año pasado, el aún mayor asteroide M-K se divisó trece días antes de que nos cruzara más cerca que la Luna.
De haber impactado, habríamos sufrido la potencia destructora de tres mil y nueve mil bombas de Hiroshima.
Sorprende que la humanidad aún no tenga un plan concreto al respecto.
Los científicos han ideado todo tipo de trucos para apartar asteroides peligrosos, pintarlos para que la luz solar los desvíe, enviar propulsores que los guíen, achicharrarlos con láseres, incluso estrellarles naves espaciales.
Todos tienen una gran pega: equivalen a intentar desviar un carguero tirándole un saco de patatas.
Moverían el asteroide, pero sólo un poquito.
Con estos métodos para evitar un impacto con la Tierra es necesario actuar años o décadas antes.