A finales del siglo XII, Inglaterra vivía un momento de incertidumbre.
En 1184, un incendio había arrasado la abadía de Glastonbury, que era uno de los monasterios más importantes del país.
Sus edificios estaban en ruinas y las donaciones se habían reducido drásticamente.
En medio de esa crisis, en el 1191, los monjes anunciaron algo que parecía un milagro: habían encontrado la tumba del rey Arturo y de la reina Ginebra.
Los monjes aseguraban haber descubierto una gran losa de piedra y debajo un ataúd de roble con una cruz de plomo.
En ella podía leerse una inscripción en latín que decía: "Aquí yace enterrado el ilustre Rey Arturo en la isla de Avalón".
Dentro, afirmaban haber hallado los huesos de un hombre de gran tamaño y los restos de una mujer con cabello claro.
La noticia se extendió rápidamente por toda Inglaterra, llegaron peregrinos de todas partes, los nobles enviaron donaciones y Glastonbury recopiró parte de su antiguo esplendor.
El monasterio revivía y con él la leyenda.
Aun así, algo no terminaba de encajar.
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