Entre 1910 y 1920 en México vivió el período más violento de su historia moderna.
Pero no fue una historia de héroes y villanos: fue un caos brutal, impredecible, donde campesinos, militares, caudillos y más tarde obreros se enfrentaron entre sí.
Lo que empezó como una promesa de cambio se convirtió en una espiral de violencia donde nadie, ni siquiera los líderes más conocidos, salió ileso.
La alianza duraban poco, los ideales aún menos todos decían luchar por justicia, pero casi todos acabaron traicionando a alguien.
Con cada traición, el país se hundía más. No había bandos claros ni ejércitos organizados.
Cada grupo imponía sus propias reglas, y esas reglas solían ser venganza.
Las tropas de Villa fusilaban a los federales, las de huerta colgaban campesinos, los pueblos quedaban vacíos, las familias huían y la violencia lo cubría todo.
Mientras tanto, las promesas se deshacían junto con el humo de los disparos.
Y sin embargo, todo comenzó con una frase que en teoría pedía democracia, porque el país explotó por una elección amañada, pero esa fue sólo la chispa.
Lo que realmente estalló fue el cansancio de décadas de abusos, desigualdad y silencio.