¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona, que le ha tajado la cabeza cercen a cercen, como si fuera un nabo!
La señora Rachel lo sabía porque le había oído decir a Peter Morrison la noche anterior, en la tienda de William J. Blair, que pensaba sembrar sus semillas de nabo durante la tarde siguiente.
Púsome el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí.
Más aún, lo habría dado todo a cambio de seis peniques de semillas de nabos y zanahorias de Inglaterra o de un puñado de guisantes y habas y un frasco de tinta.