Apenas traspasado el umbral de su vivienda, la anciana se enfundaba el uniforme de tirana y sacaba su látigo invisible para humillar al hijo hasta el extremo.
Vestía de oscuro, una mano enfundada en el bolsillo de la chaqueta, la otra acompañando al cigarro que tejía una telaraña de humo azul en torno a su perfil.
Enfundada en un vaporoso vestido de algodón azul turquesa, el objeto de mis turbios anhelos tocaba el piano al amparo de un soplo de luz que se prismaba desde el rosetón.