Caía la tarde de abril. Todo lo que en el Poniente había sido cristal de oro, era luego cristal de plata; una alegoría, lisa y luminosa, de azucenas de cristal.
Las únicas flores que había eran los miles de delicadas campanillas, las más tímidas y dulces de la flora de los bosques, y unas pocas y pálidas azucenas como espíritus de los capullos del año anterior.